viernes, 24 de julio de 2009

Grandes Autores Continentales: José Donoso


Se suele decir que Chile es tierra de poetas, no podemos negar la fecundidad de la lírica en nuestras fronteras, sin embargo nombres como Manuel Rojas y Juan Emar durante la vanguardia; José Donoso como representante y biógrafo del boom y aen los últimos años Diamela Eltit como una de las propuestas más interesantes y postmodernas de la nueva narrativa latinoamericana, permiten afirmar que en la prosa despuntamos y por tanto, es justo hacer mención a tales figuras y no reducir las perspectivas de nuestras letras a un mero género.

En esta ocasión, quiero dedicarme a José Donoso (Chileno 1924-1996), quien fue y pese a que ya no nos acompaña materialmente, seguirá siendo uno de los más interesantes e influyentes nombres de la novela en Chile y porque no decirlo en Latinoamérica.

Solemos enmarcar al boom en límites seguros: La Casa Verde, Cien Años de Soledad y Rayuela, pero qué hay del cubano Cabrera Infante, el mexicano Carlos Fuentes y desde luego nuestro compatriota, El escribidor intruso. Su opera magna, El Obsceno Pajaro de la noche, es una novela monumental, laberíntica y coral como el mismo la definió. Con ella nos invita a destrozar esos marcos determinantes y preconcebidos. Nos dispone con majestuosidad, ante un retrato cruel y a la vez sublime de nuestra identidad social y humana.

Existencias fragmentadas, miradas vigilantes que quiebran la individualidad que lucha por encontrarse y que muta en cada atmósfera plagada por la alteridad. El poder, las obsesiones, los miedos, la frustración. Es una novela mundo como Balzac proponía pero en términos más exóticos que los del francés. Donoso aquí no presenta estereotipos o figuras humanas definidas por sus labores o mera posición social, sino psicologías; patologías que revelan mucho del chileno, del patrón de fundo o el pretencioso que se jacta de su apellido o se oculta tras las apariencias. Conocemos al huérfano, al periférico, el fiel empleado y los linajes bastardos que se escamotean.

Es muy fácil perderse y encontrarse en las páginas de esta obra, sus quinientas hojas son tan barrocas y manieristas como la mente de su autor y los pasadizos de La Casa de la Encarnación de la Chimba, escenario en el cual transcurre mayoritariamente esta pieza. En ella confluye la experiencia vital del autor, el camino que previamente trazo con El lugar sin límites, Coronación y Este Domingo. Sus fantasmas, los vasos que comunican al lumpen con la burguesía a través de los sirvientes pero ricamente matizado con elementos de la mitología y génesis. En tal medida, cómo olvidar la rinconada y su población de gigantes hidrocefálicos, mujeres obesas y enanas empratrices. Donoso desafía los cánones, el intelecto y esquema estético del lector.

En sus manos, las alegorías de la verticalidad tiránica bullen y la sexualidad y su variantes, nos permiten cuestionar el problema de los roles, ¿Qué es femenino y masculino? Cómo se producen las desviaciones y la violenta misoginia, el homoerotismo, la ambigüedad y anulación del cuerpo. Las imágenes en definitiva se tornan en pesadillas bellas y sueños desastrosos o de mala muerte como el prefería llamarlos. Esa suma hace germinar una cosmogonía de criaturas aberrantes y nuevos mitos que replantean el ideario inconsciente y los símbolos de nuestro pasado que definirán las sendas del futuro.

Y como hombre, qué podemos decir. Donoso no negó jamás su condición de burgués. Muchos lo criticaran por eso, hiriéndolo desde el partidismo o la voz comprometida. Similares críticas recibieron Unamuno y los noventa y ochistas. Como en el caso de los españoles, su compromiso fue siempre con la literatura, su arma y portento. Y en lo relativo a su posición privilegiada, creo que hay que indagar mejor en su biografía y ver como trazó su camino de forma personal y consciente, basado en su trabajo y no en el apellido y tradición. El cual aprovecho, pero en un sentido opuesto. Él fue el primero en hurgar los trapos sucios y mitos en torno a su casta. En Coronación, Casa de Campo y Este Domingo, abiertamente desnuda a su propia estirpe y desde ese punto, el creador no vacila en extender la tarea hacia todos a su alrededor, incluido él mismo y desde luego Chile, el continente y me atrevería a decir incluso, el mundo.

Para él, estamos en una olla bastarda en que todos nos retroalimentamos de forma mixta, dañina, bien intencionada y porque no, trágica, dando origen a inconexos discursos, identidades mutiladas, rompecabezas humanos que nos esforzamos en escindir, en categorizar y enmarcar por miedo a la vergüenza, a la mirada, al juicio y oprobio. Pero cómo alcanzar una verdad y no sufrir los reproches de nuestra consciencia, si la verdad no es esa castidad y blancura auto-impuesta, sino un caos y millones de yo contrapuestos.

Su principal viaje es entonces hacia la desnudez, el término de la represión y desambiguación en cada ámbito del cuerpo y la mente. En el intertanto seremos sólo estampillas y frustrados proyectos.

Creo que en esa medida Donoso, como sus amigos del boom lo definieron, el más literario de los literatos fue además el más comprometido, quizá no políticamente pero si social y psicológicamente con el hombre. Desde su actividad, que realizó hasta el último de sus días, jactándose de vivir en cada una de sus creaciones una aventura a ciegas de auto-descubrimiento y perdida; él paleo cualquier prejuicio e imagen y demostró ser un proyecto más de sus ficciones que nos replanteaban lo precario de la realidad.

Autor: Daniel Rojas P.


miércoles, 22 de julio de 2009

Préstamos: Alejandro Zambra lee los “Poemas de un novelista” de José Donoso.


Una tarde de 1987 alguien olvidó dos libros de José Donoso en el taxi de mi tío Fidel. A ese involuntario bookcrossing debo la lectura, a los doce años, de “El jardín de al lado”, una novela bella y amarga que entonces me pareció amarga y ajena. Más que seguir la historia de Julio y Gloria me gustaba mirar a los amantes de Magritte, en la portada, que juntaban sus rostros, cuidadosamente cubiertos por sábanas blancas, o repasar, en la primera página, la tinta dispareja de un timbre azul que decía "Biblioteca British High School". Ya es tarde para devolver la novela al British High School.

Publica El Mercurio

Por Alejandro Zambra

“Poemas de un novelista”, en todo caso, el otro libro abandonado en aquel Peugeot 404, no pertenecía a ninguna biblioteca, y me interesó mucho más que El jardín de al lado. Cuando sólo conocía los naturales fragmentos de Neruda y de Gabriela Mistral —y ni siquiera había escuchado los nombres de Rimbaud o de Baudelaire—, di con los poemas de Donoso, que leí y releí con verdadero interés. No entendía nada, pero me atraía, en especial, el lenguaje seco, extraño, que aparecía de pronto: "Abrir la boca,/ decir, pedir, contar/ es cerrarse entero".

Esa sequedad era, en realidad, una forma de pudor, de reverencia: aunque Donoso había leído con atención a Pound y a Eliot, seguía concibiendo la poesía como un género autobiográfico, como una confesión más o menos camuflada en el ritmo. Habla de viajes, de museos, de recuerdos familiares, desde un lugar vacilante, problemático: es como si la poesía hubiera puesto contra la pared al narrador omnisciente, forzándolo a protagonizar la difícil comedia de la intimidad. Poemas de un novelista no es un libro de juventud, más bien al contrario, reúne, fundamentalmente, escritos de madurez que, según explica Donoso en el prólogo, nacieron "como refugio a la densidad sobrepoblada de mis novelas". También en el prólogo el autor desliza esta declaración a decir menos insólita para un libro de poesía: "No quiero ser poeta. La poesía me parece un quehacer aterradoramente serio, solitario, definitivo, esencial, y las esencias, así, escuetas e implacables, no son mi vocación". Es un poco absurdo leer los poemas de un poeta que no quiere ser poeta. Buena parte del efecto de sus versos, sin embargo, proviene, justamente, de esa negación: leemos textos que Donoso no quiso escribir, que publicó para no seguir corrigiéndolos; leemos poemas en que, salvo por algunos puntos de fuga, no hay poesía.

En la dificultad de acomodar la ficción a la autobiografía está el posible valor de los poemas de Donoso. Es injusto comparar “El lugar sin límites”, “El obsceno pájaro de la noche” o “Casa de campo” con la derrota estilística que supone Poemas de un novelista. Pero para un lector que llegó a Donoso por la puerta de servicio esta comparación se vuelve inevitable. No sé si sus poemas son mejores que los de Manuel Rojas, por ejemplo, aunque ambos narradores comparten una concepción esencialista y demasiado respetuosa de la poesía.

La biblioteca rara donde Donoso y Rojas son poetas, continúa, en reversa, en las narraciones de Huidobro y del Neruda novelista o casi novelista de “El habitante y su esperanza”, y en "Gato en el camino", el solitario cuento que Nicanor Parra publicó cuando aún no inventaba la antipoesía.

La lista suma y sigue: “El tiempo de la sospecha”, de Teófilo Cid, las desconcertantes ficciones de Rosamel del Valle, “Chumbeque”, la "nouveau román" que Gonzalo Millán escribió en los tiempos de Relación personal. En la antología Cuentistas de la universidad, de 1959, en tanto, Armando Cassigoli apuesta por los narradores del futuro: al lado de Poli Délano, Cristian Huneeus, Carlos Morand o Antonio Skármeta comparecen el cineasta Patricio Guzmán, el crítico Grínor Rojo, y dos cuentistas que más temprano que tarde abandonaron la ficción: Óscar Hahn, de quien se incluye un relato perfecto, y Jorge Teillier, autor de un cuento muy bueno y lárico a más no poder. Casi se me escapan Juan Emar, Braulio Arenas, Alfonso Alcalde y Claudio Giaconi, que no sólo escribió “La difícil juventud” sino también de “El derrumbe de Occidente”, un libro de poemas del que suelo recordar estos versos: "Lo importante no es la primera comunión/ sino la última".

Distinto es el caso de Enrique Lihn, que no era un poeta-narrador o un narrador-poeta, sino una literatura entera. Lo mismo Bolaño, cuyos poemas parecen escritos por los personajes de su obra narrativa. Milán Kundera, en El Telón, dice que los novelistas nacen "de las ruinas de su mundo lírico" y tal vez la obra de Bolaño da cuenta de ese distanciamiento. La doble militancia de Lihn y de Bolaño, en todo caso, responde a una idea mestiza de la escritura, a la necesidad de construir una posición múltiple: personal, social, política, literaria. Por el contrario, incluso en sus momentos más confesionales, Donoso se cuida de Donoso: describe, con precisión, los escenarios, los objetos, pero prefiere retratarse en grupo, en compañía de sus personajes, agazapado en un vértice de la imagen. Del mismo modo que en “El jardín de al lado” la ilusión autobiográfica es reemplazada, finalmente, por un sofisticado juego de espejos, “Poemas de un novelista” niega tanto al poeta como al novelista.

Con todo, enfrentada al lenguaje uniforme de los años ochenta, la escasa poesía de José Donoso me parecía nueva y misteriosa: "La mancha descolorida/ en la pared./ Sólo tú y yo/ sabemos cómo era esa pared/ antes de la mancha./ ¿Cómo seríamos,/ tú y yo,/ sin saber que esa mancha/ es la decoloración de una acuarela/ que no recordamos?". De seguro aquel distraído pasajero de 1987 extrañó mucho más su ejemplar de “El jardín de al lado” que el de “Poemas de un novelista”. Por suerte, como decía Enrique Lihn, nada se escurre.


jueves, 16 de julio de 2009

El legado de José Donoso a las nuevas generaciones chilenas

El legado de José Donoso a las nuevas generaciones chilenasJustificar a ambos lados

Carlos Franz

Conocí a José Donoso hace casi un cuarto de siglo, en abril de 1977. Él vivía en España y fue a Santiago por unos pocos días para dar una conferencia en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura. Me acerqué a pedirle un autógrafo en mi aportillado ejemplar de Coronación. Aproveché de contarle que yo también quería ser escritor. Y que me encontraba ahogado en Chile, sofocado por la estrechez del país en dictadura, le mencioné que quería irme a viajar para recoger experiencia que luego me sirviera como material literario... Me preguntó que edad tenía. Se la dije: 18 años. Me quedó mirando con sus ojitos celestes, incrustados al fondo de los gruesos lentes ópticos. Esos ojos de escritor iluminados por una perpetua curiosidad. Finalmente, se encogió de hombros y me dijo:

-Yo tenía casi tu edad cuando me fui de mi casa por primera vez. Me fui a Punta Arenas en busca de aventuras literarias. Trabajé en una estancia ganadera. Y me aburrí como ostra... Lo único que recuerdo de esa estadía fue que leí en las tardes, muerto de frío, los primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leer es lo que le sirve a un escritor -terminó diciéndome- mucho más que viajar...

Me quedé perplejo. Había buscado un consejo y me daban el paradojal garrotazo en la cabeza de los maestros zen. Donoso, que se había pasado media vida fuera de Chile, itinerando por el mundo, me decía que no me moviera de mi silla de lector. ¡Qué diablos quería decir!

Pero el tiempo ha transcurrido. Han pasado ya 23 años, él murió. Yo he viajado, y he leído. Y de a poco he ido entendiendo que Donoso quería decirme algo más profundo y menos arbitrario de lo que aparentaba su consejo. Quería decirme que si yo deseaba ser un escritor artista, daba lo mismo que viajara o me quedara. No podía prever ni planear, no podía dirigir mi experiencia en busca de una biografía útil, pues el arte no se deja amaestrar y surge donde menos se lo piensa. Surge de la vida chata y la imaginación febril de las hermanas Brontë, por ejemplo; o del escritorio de abogado de Franz Kafka; o de la consulta de médico de Ferdinand Celine. El arte no se programa, ni se elige, lo único que se puede hacer es esperarlo con los ojos abiertos. Y si mientras tanto amenaza matarnos el tedio, leer mucho, leer, vivir leyendo.

Esta anécdota inicial, con toda su ambigüedad y ambivalencia tan donosianas, quizá ilustra algo de la relación de José Donoso con los dos tópicos que trataré a continuación: su legado estético y la manera en que él traspasó ese legado a la generación emergente chilena.

El legado de Donoso a la generación emergente puede examinarse desde dos grandes perspectivas, a mi juicio. Una, es la del vehículo que Donoso empleó para trasmitir ese legado. Este vehículo fue el contacto directo con varios escritores de la generación emergente, principalmente durante la década de los 80 cuando funcionó su taller literario en Santiago. Y la otra perspectiva es el análisis del contenido estético de ese legado, que más adelante intentaré.

Quizá no sea ocioso aclarar que mi mirada a esas dos perspectivas, no es la de un académico o un crítico, sino la de un escritor que estuvo y está sujeto a aquella influencia de Donoso como miembro de esa generación.

Pero antes de analizar esas dos perspectivas, me parece imprescindible describir a grandes rasgos, siquiera, cual es esa generación emergente chilena, en la cual iba a ejercerse la influencia de Donoso.


La generación emergente


El más completo trabajo crítico hasta el momento sobre la nueva narrativa chilena, que yo conozca, es la obra del profesor Rodrigo Cánovas: «La novela chilena: el abordaje de los huérfanos» (Cánovas, 1997). En su trabajo, Cánovas distingue básicamente tres categorías dentro de la generación emergente de narradores, que menciono a continuación:

Hay una corriente denominada como de imaginación publicitaria. Narradores en general muy jóvenes que recogen el logo cultural norteamericano de la sociedad de consumo, algunos en forma paródica, otros sin crítica ni mediación. Lo pescan directamente del satélite, podríamos decir, para hacer una literatura signada por la recepción del rock, la hamburguesa y el mall, en la clase media latinoamericana recién nacida al teleconsumo. Sus representantes más interesantes y destacados en Chile, que se dieron a conocer sobre todo con una antología latinoamericana de su tendencia llamada Mac Ondo, son Alberto Fuguet y Sergio Gómez.

Hay una segunda corriente, marcada por una imaginación que este crítico ha llamado folletinesca. Es decir, relatos que desde subgéneros como el rosa, el policial o la historia de aventuras, hacen la propuesta latinoamericana de una narrativa al servicio de segmentos de lectores claramente determinados. Un cierto relato de aventuras y de serie negra, representado por Luis Sepúlveda, o una literatura de identificación emocional generalmente seguida por un público femenino, como la que difunde con gran popularidad Marcela Serrano, son las tendencias más conocidas.

Por último, hay una tercera variante, que se ha llamado de imaginación poética. De lírica no tiene nada, pero se afinca predominantemente en el lenguaje y dialoga con las tradiciones literarias, en especial europeas. En esta imaginación, en Chile, podríamos ubicar las propuestas vanguardistas de una Diamela Eltit, las paródicas de Jaime Collyer, las neonaturalistas de Arturo Fontaine, las existenciales de Gonzalo Contreras. Y también el trabajo más reciente de Alberto Fuguet, como es la novela Tinta roja.

La generación emergente a la que me referiré es fundamentalmente la englobada por esta última imaginación. Tendencia que dentro del país se conoce como Nueva Narrativa chilena y que es en la cual, a mi juicio, se registra más directamente la influencia de Donoso. Influencia que, como he dicho, se ejerció sobre todo mediante el taller literario que fundó al retornar a Chile. Y que se materializó en una poética de la escritura artística promovida en aquel taller.

Básicamente, quienes integramos esa tendencia somos quienes crecimos en el exilio interior, y nos hicimos narradores dentro del país, bajo la dictadura de Pinochet. Autores de alrededor de 40 años, poco más o menos, que surgimos a la luz pública con el retorno de la democracia a Chile, hace ya una década, y varios de los cuales pasamos por el taller de José Donoso. Entre los que más tarde destacarían quiero mencionar a Jaime Collyer, Arturo Fontaine, Gonzalo Contreras, Roberto Brodsky, Alberto Fuguet, Sonia Montecino, Marco Antonio de la Parra, Darío Oses, Sergio Marras, y varios otros que sería largo mencionar.

Es precisamente ese Taller Literario, como vehículo que empleó José Donoso para hacer llegar su legado a la generación emergente chilena, lo que constituye aquella primera perspectiva de análisis que mencioné al comienzo. Y por eso vale la pena recordar la génesis y funcionamiento de aquel taller.



El nacimiento del taller


Cuando Donoso vuelve definitivamente a Chile, en 1980, decide iniciar un taller para escritores, pensando probablemente en los que había dirigido en el Writers Program de la Universidad de Iowa, años antes. Para esos efectos consigue que una ONG muy activa en el período, la Academia de Humanismo Cristiano, dependiente del Arzobispado de Santiago, patrocine y financie ese taller. De este modo, Donoso consiguió dos importantes efectos: ponerse al amparo de una de las pocas instituciones chilenas capaces de resistir la penetración de la dictadura, como era la Iglesia Católica; y, segundo efecto muy inusual en este tipo de cursos, el taller era totalmente gratuito, con lo que la selección a él se fundaba exclusivamente en méritos literarios.

La convocatoria se hizo mediante un aviso en los diarios. Un pequeño aviso clasificado comercial que decía algo así como: «Escritor José Donoso ha vuelto al país e iniciará taller literario. Vacantes limitadas. Interesados en postular deben llamar al...». Parecía el aviso de un médico notificando a su distinguida clientela que ha vuelto al pueblo y reabrirá su consulta.

Por mi parte, postulé con un breve texto de ficción y el escasísimo currículum literario de mis 21 años. Estaba seguro que no podría quedar seleccionado. Se me ocurría que todos los narradores chilenos harían fila para entrar y naturalmente un perfecto desconocido, con sólo unos cuentos dispersos en revistas de circulación clandestina, no tendría la menor oportunidad. Para mi sorpresa, unas semanas después recibí una llamada del propio Donoso avisándome que me presentara en su casa... Me había seleccionado junto a otros 7 escritores para integrar su grupo inicial con el cual trabajaría durante cuatro años. Recuerdo la emoción de ese instante como si fuera hoy.

Para imaginar lo que esa oportunidad significaba, para un joven aspirante a narrador, y así entender mejor lo que pudo ser la influencia de Donoso sobre la generación emergente, hay que recordar lo que era el Chile de entonces. El Chile dictatorial, aislado, donde a duras penas sobrevivían algunas librerías y prácticamente ninguna editorial. Un país en el cual la censura previa a los libros imperaría por decreto durante casi diez años, hasta marzo de 1983. Un país el cual jamás visitaban los grandes maestros del boom latinoamericano, omitiéndonos en sus giras, castigándonos por parejo a todos sus habitantes, por culpa del dictador. En esa época, entonces, acercarse a nuestro novelista internacional más famoso, entrar en su casa, era como ganarse un premio mayor, como si de pronto me hubiera llamado la fortuna diciéndome que el sueño de ser escritor era posible...

En los siguientes diez años, durante toda la década del ochenta, sólo interrumpido por esporádicos viajes de Donoso al exterior, pasaron por ese taller literario y estuvieron en su órbita de influencia durante mayor o menor tiempo, más de cuarenta escritores.



Una típica sesión de taller


El taller funcionaba en la calle Galvarino Gallardo del barrio de Providencia -en efecto, se ve una mano «providencial» en todo aquello-, los martes de 6 a 8 de la tarde. Llegábamos de a uno desde diferentes puntos de la ciudad, nos identificábamos a través del citófono y subíamos hasta el estudio en la buhardilla. En el ambiente de delación y sospecha que se vivía en el Chile de aquella época, cualquiera habría dicho que parecíamos una célula de conspiradores. Y en cierto modo lo éramos: practicábamos un tipo de resistencia que el poder no podía detectar y que sin embargo lo refutaba. El taller funcionaba como si la dictadura no existiera. Creo que puede haber sido el único lugar privado en Santiago, donde se juntaban más de dos personas sin ponerse a hablar de inmediato sobre las urgencias dolorosas de la política de entonces. Se hablaba de literatura; se leía a autores imposible menos subversivos o comprometidos: Henry James, Marcel Proust. Este ejercicio semanal de resistencia pasiva, literaria y espiritual, a la Historia que nos había tocado, creo que nos marcó a fondo a varios de nosotros. El poder podía ser discutido en nuestro terreno y con nuestras armas, nuestra victoria sería llevar a la excelencia el acto mismo de escribir. Como dijera en aquella misma época el poeta Enrique Lihn : porque escribí, porque escribí estoy vivo...

En ese taller, le celebramos un cumpleaños a Pepe Donoso. Le armamos una «coronación» con otros siete u ocho alumnos. Le cantamos happy birthday y le pusimos una coronita de fantasía. Los nueve encerrados en aquella buhardilla brindando en vasos de papel. Esa fue la fiesta de cumpleaños de José Donoso el 82 u 83. Luego nos desbandamos antes de las doce de la noche, a la rápida, pues había toque de queda y estado de sitio en Chile.

Sin que soñáramos imaginarlo, eso fue en parte el origen cuasi clandestino y privadísimo, de lo que después se llamaría la Nueva Narrativa chilena.

Una típica sesión de taller se desarrollaba más o menos como sigue. Cada martes se leían en voz alta dos cuentos, previamente repartidos en fotocopias la semana anterior para que cada cual los trajera ya leídos. Los participantes nos sentábamos en círculo desordenadamente, sobre una chaisse longue de terciopelo rojo donde «el maestro» solía dormir la siesta diaria o sobre cojines en el suelo. Donoso ocupaba siempre un sillón de mimbre típicamente chileno con un gran respaldar que le daba una cierta apariencia de pavo real con la cola desplegada. Aunque su actitud no podía ser menos de la de un pavo de real. Hablaba poco y rara vez hacía afirmaciones tajantes, más bien planteaba dudas, abría preguntas. Balbuceaba perplejidades. Nos dejaba hablar, expresar por turnos nuestras opiniones sobre el respectivo cuento y de pronto interrumpía pidiendo que alguien desarrollara más un punto. No era raro que aprovechándonos de este laissez faire alguno de nosotros rebatiéramos sus escasas afirmaciones; y no era infrecuente que Donoso reculara y reformulara su opinión al calor de ese debate. Con los años he llegado a creer que este método socrático y paradojal de hacer taller, puede haberlo derivado Donoso, en parte, de sus muchas horas de sicoanálisis. Horas donde el analista calla, escucha, formula preguntas, y sugiere rutas para la propia reflexión, para el autodescubrimiento. Claro que la gran diferencia con un analista es que Donoso no cobraba por sus sesiones.

Al final de cada lectura de nuestros cuentos Donoso solía hacer un resumen de sus impresiones y formulaba su propia opinión sobre el texto, guiándose en parte por sus notas de lectura -escritas al dorso de su respectiva copia- y en parte por lo que acababa de oír. Una típica opinión suya es esta que recuerdo a propósito de un cuento mío que no le gustó demasiado. Después de desmontar sus defectos durante un cuarto de hora, concluyó diciéndome, «pero tal vez no importan tanto los defectos, porque se nota que la historia te duele, que te produce retortijones de guata». E hizo el gesto de sobarse la prominente panza con una de sus manazas blancas... Este es el tipo de cosas que a un escritor joven, por lo menos a mí, se nos quedaban grabadas: lo importante son los retortijones. Lo importante es que la historia no sea un mero ejercicio formal de habilidad o estilo sino que esté conectada a capas profundas en la siquis del escritor, a zonas de desajuste de la personalidad o como veremos más delante a lo que Donoso llamaba, zonas de «fisura».

Ese comentario de Donoso sobre los retortijones en mi cuento, así aislado, puede parecer insignificante. Pero a lo largo de cuatro años de taller fue uniéndose a muchas otras pequeñas y grandes observaciones, hasta conformar lo que podríamos llamar una poética donosiana de la escritura narrativa.

Porque la juzgo clave como legado directo en los miembros de aquel taller, e indirecto en otros escritores de la generación emergente, voy a resumir a grandes rasgos esa poética de la ficción artística, que Donoso trajo a Chile a comienzos de los ochenta.



El legado: una poética de la escritura artística


Autonomía de la ficción

El postulado básico de la poética donosiana, en el taller, era la autonomía de la ficción. La idea de que la novela es una realidad paralela e independiente de la realidad; autocontextuada, si se me permite la paradoja. O como dijo el propio Donoso en su prólogo a la novela El Astillero de Juan Carlos Onetti (Onetti, 1971, p. 13):

... los fantasmas de ese libro tan admirado: «... iluminan algo que no queda fuera del relato, sino dentro de él, que no señala verdades y significados situados exteriormente a la novela, sino en su transcurso, en la experiencia de leerla y dejarse envolver por esa otra realidad ficticia paralela a la realidad y que por ser paralela, jamás la toca».

Lo otro

Esa autonomía a ultranza de la ficción, que Donoso predicaba en su taller, no se cerraba sin embargo en si misma, sino que se cumplía mediante otra idea muy cara a este autor: la narrativa como una invitación al lector a internarse en lo otro. Noción de otredad que formula en su ensayo Historia personal del boom (Donoso, 1987, p. 18) con estas palabras: «la novela más que cualquier otra forma, moviliza a los seres a cumplir la fantasía, rara vez lograda, de ser lo que no son».

La Fisura

A su vez, esta pasión por la otredad arrancaba de una noción muy donosiana, la idea de Fisura, que ya mencionara antes. Es decir, que el escritor, y el artista en general es un ser marcado por un defecto, por un desajuste profundo en su personalidad, por una fisura; y que es precisamente esta fisura lo que le permite esa visión oblicua sobre la realidad, esencial a la mirada artística. En su libro memorialístico Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (Donoso, 1996, p. 17), Donoso expresa: «desde el inicio me di cuenta que todo consistía en la herencia de una fisura, una pifia que destruía la perfección superficial de toda visión...». Para Donoso esa «fisura» era antes que nada una experiencia personal, expresada en una sensación de desajuste social y sicológico, que lo empujaba precisamente a dudar de la realidad dada, y escribir buscándole su revés, su otredad.

Creo que la idea de fisura tal como la exponía Donoso en sus comentarios de taller resultaba particularmente atractiva para jóvenes profundamente fisurados, separados de nuestra realidad, como éramos los aspirantes a escritores en el Chile de Pinochet. La irracionalidad circundante nos impelía a buscar sus claves en nuestra propia irracionalidad, pasando a través de esa fisura, de esa imperfección nuestra.

Identidad entre formas y temas

En cuanto al clásico dilema entre formas y temas, la posición estética de Donoso era un esfuerzo de síntesis paradójica: una forma que era a la vez su tema. Una típica frase suya en el ejercicio de taller era ésta: «Materia y forma: que la greda y la mano que la modela lleguen a ser una y la misma cosa» (Fontaine, 1997). O como lo dice en su Historia personal del boom«Inventar un idioma, una forma, con el fin de efectuar el acto de hechicería de hacer una literatura que no aclare nada, que no explique, sino que sea ella misma pregunta y respuesta, indagación y resultado, verdugo y víctima, disfraz y disfrazado». (Donoso, 1987, p. 40):

Pensar en la página

Autonomía de la ficción, conocimiento de lo otro, fisura e identidad entre la forma y el fondo... Todos estos conceptos expuestos por Donoso en su taller parecerían indicar -en forma equívoca- que nos estaba inculcando una noción dionisíaca del escritor artista, como un ser puramente intuitivo. Y sin embargo, Donoso nos hacía saber sesión a sesión que él era ferviente partidario de las arquitecturas, de las tramas, de los argumentos de extrema precisión intelectual. ¿Cómo llamar irracionales, sin abuso, a En busca del Tiempo Perdido, a El Sonido y la Furia, a Ulises? Sí, no cabe duda que el narrador artista no sólo intuye, también elabora, piensa, nos decía. Pero el suyo es un pensar que se da en la página.

Comentando el gran impacto que significó para él, la lectura de La región más transparente, Donoso afirmaba, siempre en su Historia personal del boom (Donoso, 1987, p. 42) que Carlos Fuentes intenta allí una síntesis intelectual de México, pero «... síntesis hecha, no como hasta ahora, antes de que el escritor se pusiera a escribir, sino sobre la inmediatez de la página misma».

Encarnación de lo contemporáneo

El proyecto de autonomía para la ficción, de un escritor artista, o su esteticismo, parecerían a primera vista incompatibles con el abordaje a lo contemporáneo, que usualmente se hace a través de sus temas y sus hechos.

Sin embargo, Donoso afirmaba en su taller que el escritor artista a menudo es quien mejor capta el espíritu de su época. Donoso mismo era un escritor interesado en el mundo y en el presente. Lo fascinaban esas brevísimas metáforas del presente que son los gustos, las modas. Es más, quería una obra que fuera ella misma gusto, tendencia.

¿Cómo resolvía Donoso, entonces, esta relación dramática del escritor artista que pretende autonomía total, incluso de su época, y al mismo tiempo desea lo contemporáneo?

Donoso nos sugería en el taller que el dilema puede resolverse mediante la idea de encarnación de lo contemporáneo. Lo actual debe encarnarse en una obra del mismo modo, agrego yo, que las modas encarnan, visten y trasvisten -no formulan-, el espíritu de una época.

Cito al Donoso de Historia personal del boom (Donoso, 1987, p. 89): «Ciertamente, una de las experiencias más emocionantes que puede proporcionar una obra de arte es que encarne lo contemporáneo, no que lo formule».

Lector ideal

A su vez, Donoso nos sugería en su taller que aquellas encarnaciones de lo contemporáneo, en la novela artística, van dirigidas a un lector también muy contemporáneo, pero ideal.

Veamos cómo formulaba el punto. En una entrevista que le hice en 1994, me decía (Franz, 1994): «Quiero ser visible, quiero ser accesible. Yo no escribo para los críticos, sigo queriendo que me lea el lector sensible e inteligente en un avión a China». Y en su Historia personal del boom (Donoso, 1987, p. 69), nos dice: «El lector común en Hispanoamérica era ahora más sofisticado».

Lo que aquí importa es que ese viajero en el avión era un lector indeterminado, anónimo, sin rostro, edad, sexo, ni clase social precisa. Y que cuando Donoso mencionaba al público latinoamericano, aludía al «lector común»; una categoría abstracta, ideal. Seguramente, el lector en el cual pensaba Donoso es aquel ser sin rostro pero al cual conocemos íntimamente; ese que somos nosotros mismos, los escritores, cuando leemos. Aquel de los versos de Baudelaire: «Tú, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano».

Donoso solía recordarnos en el taller esta distinción fundamental que hizo André Gide: «Hay obras que crean a su público y hay obras que son creadas por su público». El lector ideal, en definitiva, es el público inventado por la propia obra literaria, es decir, quienes descubren que necesitaban el libro sólo en el momento de leerlo.

He bosquejado sumariamante los conceptos que según mi memoria y experiencia constituyeron el meollo del legado estético que José Donoso nos hizo en su taller y que se expandió a través de sus contactos con otros autores de la generación emergente. Para resumir, éstos fueron: Autonomía de la ficción; búsqueda de lo otro; fisura; pensar en la página; identidad entre forma y tema; encarnación de lo contemporáneo; lector ideal.




Pero una poética en tensión


Sin embargo, para hacer las cosas más complicadas, más ambiguas, más donosianas en suma, debo decir desde ya que Donoso no era completamente fiel a la poética que predicaba en su taller y que he resumido anteriormente. En realidad, esta era una poética en tensión. Había una fisura entre su discurso y su práctica por la que se colaba una perplejidad adicional para los miembros de la generación emergente que estábamos en su órbita de influencia.

Lo que ocurría es que el Donoso que encontramos en el taller, a su retorno a Chile, en 1980, era uno que venía experimentando una gradual mutación en sus posiciones estéticas de los años sesenta y setenta. Esta mutación lo llevaría de la etapa que la crítica (Hugo Achugar) ha llamado de irrealización hacia una de realización, de mayor contacto con la realidad, o de menos autonomía de la ficción para usar los términos antes expuestos.

En mi opinión, el hecho decisivo en este progresivo viraje fue el golpe militar de 1973, en Chile. A partir de entonces, y particularmente desde su retorno a Santiago en plena dictadura, Donoso va a experimentar una creciente tensión expresiva derivada de las urgencias políticas de la realidad chilena y latinoamericana que se empiezan a trasladar al primer plano de sus obras siguientes. Tensión que nos trasmitió en el taller y que por lo tanto también constituye parte de su legado. Un legado ambivalente, ambiguo, como ya he dicho.

Esta tensión estética de Donoso significa una evolución desde su poética elaborada durante los sesenta y setenta hacia nuevas posturas que van a incluir el posmodernismo y un realismo de cuño más tradicional, por oposición al cierto vanguardismo de la etapa anterior.

Aunque la segunda etapa, la de realización, comenzaría con Casa de Campo, para los efectos de su legado a la generación emergente chilena, me parece a mí que esa fase está representada sobre todo por La desesperanza, su novela de 1986, o sea escrita precisamente en mitad de la década durante la cual nos hizo taller.

Como se recordará, La desesperanza es una novela sui generis dentro de la trayectoria tan sui generis de Donoso. Se trata de una obra política en la que se entrecruzan los temas y motivos donosianos, formando una curiosa pieza de esperpento sociológico. Una especie de neorrealismo esperpéntico, en la que los personajes del subsuelo moral chileno se codean con los del hampa política. Lo importante acá es que al escribir esta novela Donoso renuncia, o mejor dicho relativiza, varios de los postulados de su poética tal como los enseñaba en su taller. Por de pronto, la autonomía de la ficción es relativa puesto que se trata de una novela con un claro objetivo político: retratar y denunciar el trasfondo perverso de la dictadura chilena. Del mismo modo, el lector ya no es el ideal sino que la novela buscaba impactar y conmover a los lectores concretos de ese momento, proporcionándoles una herramienta ideológica de resistencia en la contienda política. Asimismo, la propuesta estética no consiste exactamente en el conocimiento de lo otro, sino en el reconocimiento de una identidad colectiva, ejemplificada en la gran marcha de protesta con la que se cierra el volumen. Por último, la obra no esta escrita desde la fisura, sino más bien desde la integración del autor al gran bando de las víctimas y los resistentes. Y así podría seguir mostrando como Donoso en esta obra, y varias otras de esa época, es infiel a los postulados básicos de su poética; lo que equivale a decir que fue fiel a sí mismo y a su continua búsqueda creativa.

Fue en dicha inflexión de una irrealización a una realización donde encontramos a Donoso cuando vuelve a Chile, y fundó su taller. Y será esta influencia mezclada, ambigua, esencialmente donosiana, la que influirá en la generación emergente que pasó por él.

A mi juicio, Collyer, Contreras, Fontaine, Fuguet, de la Parra, y yo mismo intentaremos una narrativa cuyos supuestos, su base, es la búsqueda del objetivo estético moderno como lo delineara Donoso en su poética (autonomía de la ficción, etc.), pero abandonando el extremismo formalista que lo caracterizó en los setenta, y trasladando la experimentación al terreno de lo sicológico, o sicológico histórico (la siquis afectada por la historia).

Al respecto, quisiera terminar recordando una de las típicas frases poderosamente ambiguas que le oí a Donoso más de una vez en su taller. Una frase que quizá sea expresiva de todas esas tensiones entre censura y creatividad que vivimos tanto él como sus alumnos en aquella época: «No hallo las horas de que termine esta dictadura para poder escribir de nuevo una novela sicológica».






Bibliografía

  • Cánovas, Rodrigo, 1997. «La novela chilena: el abordaje de los huérfanos», Santiago, Editorial Universidad Católica de Chile.
  • Donoso, José, 1987. «Historia personal del boom», Santiago, Editorial Andrés Bello.
  • Donoso, José, 1996. «Conjeturas sobre la memoria de mi tribu», Santiago, Editorial Alfaguara.
  • Fontaine, Arturo, 1997. «Donoso en su taller», Madrid, Revista Letra Internacional, N.° 52.
  • Franz, Carlos, Agosto 1994. «José Donoso, mortal», México, Revista Nexos.
  • Onetti, Juan Carlos, 1971. «El Astillero». Prólogo de José Donoso. Barcelona, Editorial Salvat.

sábado, 11 de julio de 2009

El escribidor intruso, de José Donoso


El escribidor intruso, de José Donoso por Vicente Lastra Reseña a un libro que merece su reedición

Este notable trabajo recopilatorio estuvo a cargo de la periodista Cecilia García Huidobro M. A., quien, en ocasiones anteriores, nos ha sorprendido gratamente con la edición de entrevistas y textos olvidados de Vicente Huidobro y Joaquín Edwards Bello. Vaya entonces nuestro reconocimiento para una labor que, sin lugar a dudas, se afianza en el rescate de los sólidos edificios de la literatura chilena.

El volumen analizado en esta oportunidad, posee el agregado de contar con un prólogo nacido de la siempre erudita pluma del novelista mexicano Carlos Fuentes, uno de los entrañables amigos generacionales de José Donoso.

Antes de avanzar en nuestro comentario, repararemos en el prefacio escrito por Fuentes para la presente obra -pieza de indudable factura- que nos entregará mayores luces al instante de observar el itinerario de Donoso en el mapa de las letras hispanoamericanas. En el citado exordio, titulado “José Donoso: Maestro de un irrealismo prodigioso”, el autor de La muerte de Artemio Cruz pondera el arte del novelista nacional valiéndose de las siguientes palabras: “Sin embargo, nadie trascendió las limitaciones del pasado inmediato y plantó un pendón en el reino de la imaginación con más aparente soltura que el más literario de todos los literatos del “boom”, el chileno José Donoso. Nadie hizo más patentes las rígidas jerarquías sociales de la América Latina, la crueldad del sistema de clases en Chile. Pero nadie, asimismo, sintió la terrible evidencia de la injusticia con una imaginación literaria más corrosiva. Donoso escogió un territorio –la sociedad chilena- y lo desestabilizó desde adentro mediante la sospecha de que nada es lo que aparenta ser y todo está a punto de convertirse en algo distinto. Disfraces, homonimias, trasplante de órganos: los travestismos de Donoso son los signos externos de una profunda y feroz rebelión anarquista, pero sometida a un riguroso empleo de los métodos literarios. Las novelas de Donoso están escritas bajo los signos gemelos de la destrucción y la recreación, el paso de todas las cosas, la ficción a todo pretendido statu quo, la total ausencia de credibilidad de las apariencias”.

Catalogábamos de “notable” a este libro, y no tememos caer en la exageración: pues nos enseña lo más granado de la producción periodística de Donoso, en sus funciones como redactor de la revista Ercilla, allá en el primer lustro de la década de los sesenta. Artículos de la más variada índole, crónicas en torno a Chile y entrevistas a conspicuos personajes del siglo pasado –entre ellos el poeta Ezra Pound-, conforman un volumen que hacía falta entre los estudios dedicados a desentrañar el genio creador del autor de El obsceno pájaro de la noche. En 1998, Cecilia García Huidobro ya había editado una selección de artículos del mismo Donoso bautizados como Artículos de incierta necesidad, pero aquellos, de preferencia, se habían publicado a través de la Agencia EFE.

La compiladora divide el cuaderno en siete ejes temáticos, que no siguen un orden cronológico ni de género. Los enmarca con estos originales designios: “Retrato de una generación”, donde la camada del 50 chilena es analizada a través de artículos sobre algunos de sus miembros: Enrique Lihn, Alejandro Jodorowsky y Enrique Lafourcade; “Admiraciones y reservas”, destacando las amenas conversaciones sostenidas con el antipoeta Nicanor Parra y el ensayista Benjamín Subercaseaux, a medio camino entre el artículo y la entrevista; “Algunas pistas literarias”, desplegando Donoso juicios artísticos acerca de novelistas contemporáneos tales como los estadounidenses John Steinbeck , Norman Mailer, y los europeos Ivy Compton-Burnett, Robert Musil e Isaac Babel; “Andanzas por Italia”, escritos germinados a raíz de un exhaustivo viaje por la península itálica, recorrido que le permite conocer al mencionado Ezra Pound y escuchar la voz de la soprano María Callas en la imponente Scala de Milán; “Viaje a lomo de libro”, páginas de mayoritario sabor y saber libresco, para anotar las dedicadas al “desterrado” Fernando Alegría y a la entonces Novísima Generación (Juan-Agustín Palazuelos, Mauricio Wacquez); “De oficios y desencantos”, que dan cuenta de un “Chile profundo”, en definición de Cecilia García Huidobro y “Desde el margen”, insistiendo con esa búsqueda de un país que se afirma en la cordillera para no caerse en el abismo del océano.

Por razones de espacio y de interés para nuestros lectores, confinaremos la mirada en el casi desconocido registro del encuentro entre José Donoso y Ezra Pound, transcurrido en el castillo de Brunnenburg, que se halla levantado en el Tirol italiano; nunca rescatado en otra publicación -salvo la que comentamos-, desde su aparición inicial en Ercilla el 8 de marzo de 1961.

Desde la primera línea, se evidencia el respeto y admiración del chileno para con el que llama “el poeta de mayor influencia en nuestro tiempo”. Tras relatar el denigrante trato recibido por Pound de parte del ejército norteamericano en Pisa, y su reclusión “legal” durante doce años en un hospital psiquiátrico de Washington, Donoso, transcribe en lenguaje propio, extractos de su conversación sostenida con el descendientes de irlandeses. Le atribuye a Pound los siguientes dichos: “Para mí, en lo que recuerdo, porque hace tiempo que lo leí, Pérez Galdós es el más interesante de los escritores españoles. No se sorprenda –nadie como él conoce el idioma-, y no se puede escribir una novela sin conocer el idioma como un poeta”. Consultado el porqué de su animosidad con los norteamericanos, reflexiona: “No puedo olvidar la guerra, Roosevelt era un poliomelítico que se dejó engañar por Stalin, en Yalta, y así le dio mano libre para invadir Europa. Yo soy hijo de Erasmo de Rotterdam, de Europa, cuna y fuente de toda civilización. Defiendo a Europa de la Rusia bárbara, yo estaba defendiendo a mi patria. Yo no soy el traidor –fue Roosevelt, que abandonó a Europa y a la civilización al comunismo. Esto es lo que yo quería hacer que los americanos comprendieran con mis transmisiones por la radio de Roma. Había que vencer a Rusia. No era estrategia de poeta. Pero vencieron los usureros, porque la usura es la patrona del mundo...”. Y sobre la poesía, enuncia: “No creo que hoy se pueda escribir poesía sin una gran cultura. Cultura en todos los campos: política, matemática..., economía, sí, sobre todo economía. No se puede escribir poesía sin saber de economía, como pretendía un jovenzuelo poeta que me visitó no hace mucho. Lo que la gente llama “poético” no es más que un hábito mental que nos ha legado el romanticismo. Tenemos que superar el romanticismo, llegar de nuevo a un clasicismo, esa etapa en que el idioma mismo, la forma, lleve en sí toda una carga de conocimiento. Eso de la inspiración no existe: los mejores poemas se escriben en frío. A veces resulta que llevan en sí algo de una verdad eterna, grande. A veces, no son más que buenos ejercicios, pero el buen poeta debe poder escribir buenos versos siempre, aunque no tengan importancia en cuanto a contenido”.

Un apartado importante del libro, lo compone un breve álbum de fotografías de Donoso en el periodo de la escritura de las páginas aquí reunidas: destacan la tomada junto a Pound en el castillo de Brunnenburg, y otra en Roma acompañando al pintor Chirico.

A modo de concluir esta reseña, diremos que en su faceta periodística, observamos a un Donoso en plena propiedad de su facultades narrativas, donde resplandecen el detalle minucioso de las descripciones y el gusto por un lenguaje sobrio y preciso para retratar sus impresiones de una realidad compleja y evanescente. De lectura recomendable, no debemos olvidar que en El escribidor intruso nos enfrentamos a un literato oficiándolas de reportero, y, por ende, a una manifestación “diferente” de una sensibilidad que privilegia el temperamento artístico de su esencia, y no el lente indiferente y distante del mero informante.

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Vicente Lastra


El escribidor intruso (Artículos, crónicas y entrevistas)
José Donoso
Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, 2004, 382 páginas.


jueves, 9 de julio de 2009

Entrevista completa a José Donoso

martes, 7 de julio de 2009

El lenguaje transgrendido y fiero de José Donoso

José Donoso: El Mocho, novela, 1997

El lenguaje transgrendido y fiero de José Donoso

por Iván Segarra Báez


José Donoso nació en Chile en 1924 y vivió en España desde el 1967 hasta el 1981 cuando regreso a su país. Es una de las figura centrales del boom latinoamericano, quién se destacó al escribir su maravillosa novela "El obsceno pájaro de la noche". Recibió varios premios importantes entre ellos El premio Mondello en Italia y el Premio Roger Caillois en Francia y murió en diciembre de 1996 sin ver la publicación de su última novela, de la cual comentaremos brevemente el fragmento 16 que se encuentra en las páginas 92 a la 94 de la edición de Alfaguara.

Nuestro análisis gira en términos de su léxico y no es justamente un minucioso estudio. Hemos tomado los fragmentos que a nuestro gusto literario le han parecido más logrados y lógicos para ir sobre el texto y buscando esas palabras claves que sirven y sostienen el mismo texto dentro de un intertextualidad entre docilidad y marginación, entre transgresión y trangredidos, entre tedio y oración incurable de la palabra: sexo, pichito y Antonio macho/ Elba puta, sin ser puta, que es, golpeada y asqueada en su propia sexualidad.

El fragmento comienza con múltiples palabras claves que se van subcribiendo al texto y señalando subtextos que se suman al texto principal que es la escena cuando Elba y Antonio acaban de hacer el amor; y la mujer contempla su cuerpo, su sexo, su liberación manchada con un acto no procurado por ella y del cual, no goza nada, sólo el macho Antonio goza y disfruta, ella no se puede mover, ella tiene que ser sumisa, mujer puta sin ser puta como las otras, pero él la desea puta en la cama, pero no puta en la vida, ella tiene que someter su pensamiento de mujer al pensamiento del hombre que lo domina todo. El hombre domina aún estando en la cavernosa mina honda. Pues Elba dice este fragmento cuando está sola en casa y el hombre no ha llegado de la mina. Ella divaga en su propia vida, en su trangresión de mujer violada y deseada, que tiene un amanate anhelante. El que era conquistador terminó conquistado, y la mujer víctima se convierte en victimaria sexual del culto que no muestra los rostros, sino los cuerpos y cómo los cuerpos se convierten en objetos que rodean a la que hurga en sus propios pensamientos sola y sin marido.

Los nombres del fragmento tiene una divagaciones un tanto nostalgicas. Elba podría derivarse de Alba; Antonio o Toño se puede asociar con el toro o becerro macho que vela por su territorio y, del cual, el brillante don Abelardo Diaz Alfaro escribió uno de los más grandes cuentos criollista en el Puerto Rico de los años 1940 (El Josco), don Iván y su familia, nos hace recordar aquel emperador de Iván el terrible y Aristides uno de los escritores griegos de la Grecia antigua. El texto se cierra cuando sale el crepúsculo. La honda mina guarda una correlación con la noche y con la vida de los personajes, su sexualidad, marginalidad, depravación, virginidad mal dirigida y falta de cultura en un submundo donde el falo, el machismo, la violencia y la desesperación de las putas de la minería socavan a la Elba que no puede ser Alba y levantarse blanca con la luz, sino viendo su cuerpo después de ser ultrajada en cuerpo y alma por su Toño (Antonio), quién no la respeta y quién es además un machista en toda su potencia, quien goza de las mujeres prostitutas cuando le vienen las ganas y la mujer tiene que aceptarselo. Pero la mujer le monta los cornelius cuando se vuelve tan trangresora como su marido al tener un amante, entonces se siente sucia.

El análisis léxico del fragmento se leerá de la siguiente manera:

[ Amor- cuerpo-desentumecerse- bofetada-mujeres putas-docilidad-transgresión-amante anhelante- honda mina- caídas- cavar- extrañas- conquistador conquistado (ella transgrede al hombre, Antonio invadido por Elba)- circulo de chacharas femeninas- Antonio odia- Antonio violento- Arístides sucio, sucio conmigo y degradado- el y yo deseándonos- ambos aceptamos el desprecio- Elba no me digas´don´, dime ´mi pichito rico¨´ ]

Entre el lenguaje de la escritura y el de los símbolos miles de sugestiones quedan en esta breve novela de José Donoso, quién nos sumerge en un submundo de la cultura depravada pero gosoza que agita a todos los lectores desde las múltiples lectura que se pueden hacer de esta última novela de José Donoso.


Iván Segarra Báez nació en Caguas, Puerto Rico en 1967 ha publicado cuatro libros de poemas y dos novelas. Ha viajado a Argentina, Francia y Estados Unidos. Es maestro de español y escritor de poemas y narrativa.


domingo, 5 de julio de 2009

JOSÉ DONOSO Y EL INVENTARIO DEL MUNDO


JOSÉ DONOSO Y EL INVENTARIO DEL MUNDO

José Saramago En Revista de Estudios Públicos, 80 (primavera 2000).


Texto de la conferencia pronunciada en el coloquio “Donoso, 70 años”, organizado por el Departamento de Programas Culturales de la División de Cultura del Ministerio de Educación y la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, 5-7 de octubre de 1994. La conferencia fue publicada posteriormente en el libro Donoso, 70 años (Santiago: Ministerio de Educación, octubre 1997).

Sé por experiencia propia lo que significa estar sentado, oyendo hablar de lo que hemos escrito, y a veces tener ganas de decir “no lo había pensado, pero si lo dicen, quizás tengan razón”.

Otras veces no nos gusta nada lo que estamos escuchando, porque nos parece que la cosa no va por ahí. Lo que yo voy a leer no es lo que normalmente se llama un trabajo académico. Es una especie de diálogo entre escritor y escritor. No sé si él me contestará, pero me gustaría algún día saber lo que José Donoso piensa de este escritor y admirador suyo por años.

He llamado a esto “José Donoso y el inventario del mundo”.

“Me gustaría hablar de música, por ejemplo, pero en el fondo siento que hacerlo sería una frivolidad”.

Judith dice esta frase a Mañungo en La Desesperanza, en un momento de su travesía nocturna por Santiago, durante esa noche fantástica que no quiere acabar, esa noche que parece ir tomando, una tras otra, cada hora vivida para que no se pierda en el tiempo irrecuperable que pasó en un solo minuto. Sin el pensamiento, el gesto, la palabra, Judith no hablará de música, porque el sentir único del mundo en esos días es precisamente no tener sentido. Hace once años que Neruda está muerto, y Matilde Urrutia ha entrado también en la gran noche, en el silencio de la ausencia definitiva.

Estamos hechos de palabras. Hasta el silencio necesita la palabra que lo diga. Nacemos e inmediatamente comenzamos a escuchar los sonidos y a aprender cómo se articula la palabra entre ellos. Rompemos el silencio del cerebro con las primeras palabras que pronunciamos. Después las recreamos usándolas, luego, en el papel, queda la sombra de ellas, nada más que la sombra, y sólo mucho más tarde descubriremos que las palabras son, en sí mismas, música. Comprenderemos más tarde aún, que un libro es como una partitura, y finalmente que el habla es como una melodía ansiosa e inagotable.

Escribiendo y hablando cumplimos nuestra verdadera aspiración. Aunque no creamos gozar de ella, y no seamos conscientes, escribir será siempre llegar a aquella que llamaré la cosa vital, el instante supremo en que consideramos que podemos creer que hemos explorado hasta la frontera de lo inefable los recursos de nuestra propia y personal sonata. Pero siendo las palabras tantas, las músicas están cruzadas, y lo más fácil es afirmar que muchas de esas palabras son inútiles, y que muchas de esas músicas no merecen ser oídas. Y a veces sí, a veces sí lo son.

Tomemos una novela cualquiera. Podemos decir sin mirar: aquí hay cien mil palabras. Es imposible que todas sean igual de necesarias, que el mismo grado de necesidad esté presente en cada una de ellas, y aparentemente nada es más cierto. Pero, cómo podemos tener la certeza de que las palabras que consideramos inútiles o superfluas lo serán siempre.

Aquellas seis palabras que dicen “En un lugar de La Mancha” son las más famosas desde que el mundo aprendió a leer y escribir. Sin embargo, ¿serán por eso menos indispensables que aquellas otras del Caballero de la Triste Figura en la página 524 de la edición mil de El Quijote? ¿Quién puede decir que esas otras palabras de Cervantes, en apariencia insignificantes, escritas sin más preocupación que la de satisfacer la lógica conflictiva de un episodio menor, no serían destinadas un día a desafiar a un mundo de gente timorata?

Las palabras dicen siempre más de lo que imaginamos, y si no parecen decirlo en un momento determinado, es sólo porque no pueden, o simplemente porque no ha llegado su hora.

Aquellas palabras de Judith, es más que seguro que José Donoso las escribió sin pensar demasiado, salieron al correr de la pluma y están allí. Creo que fácilmente ustedes estarían de acuerdo en que sin ellas, La Desesperanza sería exactamente igual. De hecho, qué importancia tendría sustraer diecisiete palabras de cien mil, decir noventa y nueve mil novecientos ochenta y tres. Yo me atrevo a declarar que esas diecisiete palabras que podríamos considerar superfluas, bien podría usarlas José Donoso como epígrafe de toda su obra. Porque uno divisa en ellas una conciencia moral urgida por la verdad.

Tal como en el caso de los individuos, la decadencia de una clase social, por la propia complejidad ideológica y sicológica de esta decadencia, sólo desde adentro podrá ser manifestada eficazmente. Un observador extraño, por muy analítico y perspicaz que sea, apenas será capaz de describir, se presume que con alguna exactitud, las señales decadentes exteriores, aquello que aún resta de los triunfos de antes, y las vivencias y las miserias de ahora, pero nunca la desazón mental profunda que va devorando la sustancia vital en un cuerpo enfermo. Y jamás el miedo que fue generado por la culpa y que implacablemente la irá multiplicando hasta tornarlo insoportable, hasta empujar al suicidio. Sólo el aristócrata Giuseppe Tomasi de Lampedusa pudo haber escrito El Gatopardo; sólo el juez Salvatore Satta, conocedor de la vida, pasión y muerte de los hombres y las mujeres podía haber escrito El Día del Juicio. Fue desde dentro que unos y otros escribieron, cada cual, verdaderos testamentos de sus respectivas clases de origen. De hecho, sólo el punto de vista de adentro facilitará al observador la circularidad completa de la verdad que se exige a la hora de redactar un documento de las características de una persona o una clase.

No es ninguna novedad decir que los libros de José Donoso son también, en el ámbito de las circunstancias subjetivas y objetivas de la historia social y política de Chile y de sus clases en los últimos cuarenta años, una mirada por dentro. Por eso mismo, una mirada impiadosa. La mirada de quien sabe. La mirada de quien en ningún momento se dejará sustraer por la complacencia con que acostumbran a arreglarse todas las decadencias, siempre fácilmente romantizables, porque son tan apasionadamente románticos el temperamento del escritor, y quizás, del hombre. Creo que es exacto decir que en José Donoso existe, para nuestro gozo, el realismo de una razón que se mueve rectamente en dirección de la fría objetividad y el romanticismo convulsivo de un sentimiento desesperado frente a la realidad.

El resultado viene a ser la obra trascendente y vertiginosa a la que hoy rendimos homenaje. Dije antes que la obra de José Donoso considera y expresa, por la vía del arte y la literatura, la situación social y política de Chile a lo largo de los últimos decenios, centrada particularmente en sus clases media y alta. De manera alguna es restrictivo decirlo de este modo: una obra definida según los patrones fundamentados del realismo crítico, que por otra parte encuentra plena realización en la novela Este Domingo. Esta obra, me refiero a un supuesto conjunto así definido, no necesitaría nada más para ser importante, pero le faltaría aquella dimensión doble de vértigo y trascendencia mutuamente potenciales a que me refiero. Vértigo y trascendencia serán, pues, los factores valorativos superiores que dieron a la compleja obra de José Donoso su carácter sin igual.

Sin embargo, el vértigo en este caso no viene de laboriosos experimentos en el plan del lenguaje y a los que Donoso efectivamente no recurre, porque hay que señalar que lo que resulta absolutamente revolucionario es su trabajo sobre la estructura, sobre la trama interna.

Tampoco la trascendencia debe ser percibida aquí como una presencia metafísica o insinuada de cualquier tipo. En las novelas de Donoso no existe Dios, o existe, cuando menos se nombra o invoca. El vértigo y la trascendencia de la que hablo son sólo humanos, terriblemente humanos. El vértigo del hombre donosiano es el vértigo causado por la descarnada observación de sí mismo, mientras que la trascendencia es la mirada producida por la conciencia obsesiva de su propia existencia.

No habrá de sorprender, por lo tanto, que en Donoso predomine una atmósfera narrativa distorsionada, de origen evidentemente expresionista, más acentuada que las tonalidades realistas que su obra igualmente reconoce. La extraordinaria novela El Obsceno Pájaro de la Noche tiene como pariente ontológico próximo El Gabinete del Doctor Caligari. No importa el cruzamiento narrado de una obra en la otra, lo exhibido es un mismo y obsceno precipicio que fascina al lector y al solo espectador como si estuviera a punto de caer en el interior infinito de un catalejo puesto al revés.

Los pasillos tortuosos, las partes viscosas, las puertas falsas, las ventanas abiertas a la oscuridad, las escaleras suspendidas, los sonámbulos dormitorios de la Casa de Ejercicios Espirituales no fueron puestos ahí como un modelo a escala reducida del sistema planetario humano. Son su misma y propia suma, sucesivamente. Como en una novela de Donoso, el mundo contiene a Chile, Chile contiene a Santiago, Santiago contiene la casa que contiene al Mudito, y dentro del Mudito no hay ninguna diferencia entre el autor y la nada.

Cuando al principio de esta tentativa probablemente forzada para él y seguramente frustrada para mí, de recitar las palabras de Judith, me referí a aquella noche que parecía ir tomando una tras otra, cada noche vivida, afloraba ahí lo que se me figura son las principales características del proceso narrativo donosiano. En primer lugar, lo que llamaría la igualación o fusión del pasado, del presente y el futuro en una sola unidad temporal, pero una unidad que es inestable, deslizante.

En segundo lugar, como consecuencia lógica extrema, la suspensión, la paralización del propio tiempo; lo que sucede desde la llegada crepuscular de Mañungo, hasta el momento en que vemos a Judith abrazada a la tierra muerta. Esto no puede pasar en una sola noche, dirá el lector, y juzgando por las apariencias, el lector tiene razón. No obstante, tendremos que decir que la noche de La Desesperanza no es una noche y sí un tiempo otro en que las horas, los minutos y los segundos se expanden y contraen en una misma palpitación, de manera quizás intuitiva. O por el contrario, soberanamente inteligente.

Resolver la contradicción que parece existir entre la apreciación de un contenido que en cada momento se reconoce mayor que su propio continente, implica una ambición que deja en las sombras la hazaña de Josué, que hizo parar el sol para poder vencer una batalla. José Donoso para el tiempo para hacer el inventario del mundo.

Éste habría sido el objetivo si una vocación de semidiós no lo hubiera orientado hacia expresiones directas de la fuerza bruta. Por otro lado, no faltan motivos para creer que el mundo clásico griego estaría mucho menos poblado de brutos de lo que está el resto. Ustedes se preguntarán por qué esta referencia que tiene que ver más con la mitología que con la literatura.

Precisamente porque el alma de la humanidad, donde quiera que se haya dispersado, habita un mundo no sólo de nobles e infames ruinas, sino de restos de construcciones mentales, resultado del paso de las generaciones, y no sólo de aquello que llamamos basura y desperdicio, sino también de los escombros y los restos de las doctrinas, de las religiones y las filosofías, de las éticas que el tiempo gastó y tornó vanas, de los sistemas desmantelados por otros sistemas, y que los nuevos sistemas han desmantelado. De los cuentos, de las fábulas, de las leyendas; de los amores y los odios, de las costumbres obsoletas, de las convicciones súbitamente negadas, de las pasiones que han muerto y luego renacen, en fin, los restos de Dios y los restos del diablo, y también del cuerpo, no nos olvidemos del cuerpo, que es el lugar de todo placer y de todo sufrimiento.

Principio y fin, reunidos y conviviendo el uno con el otro en circuitos de sangre y kilo y medio de cerebro.

El inventario de casa de Donoso es pues el inventario del mundo. Tenemos dificultades de acceder a todos aquellos actos y palabras que suceden en las pocas horas que se cuentan entre un crepúsculo y una alborada. También diríamos que en la casa de los Cien Pájaros de la Noche (por muy desmesurada que sea esa arquitectura demencial como la del Gabinete del doctor Caligari), sería imposible una acumulación tal de seres que se cubren entre vida y muerte, de una variedad e inutilidad infinita. Animales gordos, chatos, blandos, cuadrados, sin formas; docenas y cientos de paquetes, cajas de cartón atadas, escondidas; ovillos de cordel o de lana, zapato impar, botellas, pantalla abollada, gorra de bañista de color frambuesa, toda aterciopelada como con flores que crecen bajo el polvo blancuzco, blando, frágil, suave, que un movimiento mínimo como parpadear o respirar podría difundir por el cuarto, ahogándonos y fregándonos, y entonces los animales que reposan bajo las formas momentáneamente mansas de ataditos de trapo, fajos de revistas viejas, baúles y quitasol; capas, tapas y más cajas, se moverían para atacarnos.

Sin embargo, esta acumulación no es posible sino desde la mirada implacablemente lógica de José Donoso. Debajo de las cajas y las viejas, en los mil desvanes de la Casa, en los áticos y en los sótanos, en los armarios, debajo de las montañas de trapos, y en todo lo que se oculte, hay un mundo que estaba sin inventariar y explicar, un mundo de seres podridos y de restos, y había que colocar todos los nombres, los atributos, narrar todas las existencias hasta el más allá del agotamiento, y como para eso no bastaría una y muchas vidas, porque cada una de ellas añadiría a su vez restos, sus restos, no tuvo José Donoso otro remedio que parar el tiempo, subvertir la duración, o parar simultáneamente Santiago y la Casa, con los justos horarios de todo el circuito del mundo, para finalmente llegar a decir que aquel lector no tenía razón, que de lo más a lo menos, todo el universo está presente, en el segundo en que pronunciamos la palabra.

Y ahora ha llegado el momento del vértigo absoluto, cuando lo que está encima es igual a lo que está abajo, cuando no hay más Norte, ni Sur, ni Este, ni Oeste; cuando los ojos miran por encima del parapeto y no contemplo más que la ausencia de mí mismo... La Última Vieja, la que no tendrá nombre, porque siempre ha tenido otro —la muerte— se puso al hombro el saco hecho de mil sacos, la arpillera recosida de mil arpilleras donde el Mudito fue encerrado con todos los restos de la casa, con todos los restos del mundo, y atravesó la ciudad en dirección al río. Junto al río, que es la imagen misma del tiempo que finalmente comienza a moverse, ella está sentada al lado de una hoguera que desfallece en una sola débil llama.

Papeles, desperdicios, su fuego reavivado durará poco. Entonces la vieja, que quizás sea la muerte, se pondrá de pie, agarrará el saco y abriendo círculos en el fuego, en las llamas, quemará cartones, medias, trapos, mugre, qué importa lo que sea, con tal de que la llama se avive un poco, para no sentir frío, qué importa el olor a chamusquina, a trapos quemándose, a papeles. El viento dispersa el humo y los olores, la vieja se acurruca sobre las piedras para dormir, el fuego arde un rato junto a la figura abandonada como otro paquete más de harapos, y luego comienza a apagarse el rescoldo atenuante y se agota cubriéndose de cenizas muy livianas que el viento dispersa. En unos cuantos minutos no queda nada debajo del puente, sólo la mancha negra que el fuego dejó en las piedras, y un saco. El viento lo vuelca, rueda por las piedras y cae al río. Cosido y atado por todos lados, el saco en que el Mudito fue encerrado es la metáfora del cierre del propio mundo. Cuando el tiempo se pone en movimiento y el saco es abierto y lo que en él se encuentra es lanzado afuera, es decir todo, aprendemos resignados que la vida no es sino una promesa de cenizas.

José Donoso no ha hecho más que parar el tiempo, ¿para qué? Sólo puedo ofrecerles una respuesta: que Donoso lo ha hecho simplemente para que pensáramos despacio, muy despacio, si somos en verdad humanos. ¿Lo hemos pensado? ¿O es que seguimos encerrados en el saco de nuestra propia absurdidad, esperando la hoguera y las cenizas como quien renunció ya a la vida?

Si el escritor es, como creo, quien nos persigue con preguntas, entonces José Donoso es de los más grandes. Por eso, y por ser quien es, le doy las gracias.


sábado, 4 de julio de 2009

Una señora por José Donoso


Una señora
José Donoso

No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular.

Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.

No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.

Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.

Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.

Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.

Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella?

No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.

Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.

Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.

En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.

Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.

A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.

Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad.

Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:

-¡Imposible!

La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.

Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.

No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.

Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.

Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.

Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.

Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.

Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.

Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.

Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.

Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.

Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.

Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.

A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.