martes, 4 de agosto de 2009

Alone Comenta "Coronación"


Alone Comenta "Coronación"
("El Mercurio", 19 de enero de 1958)


Esta novela confirma una vez más la tesis de que, entre una buena novela y una mala, sólo hay una pequeña diferencia: los detalles. Cualquiera, con un poco de paciencia, puede armar una intriga que tenga principio, medio y fin. Don Alberto Edwards decía que a los chilenos les faltaba eso: la paciencia. Todos los argumentos son aproximadamente parecidos y alguien ha reducido a treinta y seis las situaciones dramáticas. Basta suponer un amor, no importa cuál, contrariado por las circunstancias, un hombre que ama a una mujer o viceversa, y contar sus venturas, aventuras y desventuras, para que los lectores empiecen a interesarse.

La cuestión es que sigan interesándose, que encuentren real la cosa y deseen averiguar su desenlace.

Ahí entra a operar el misterioso detalle.

Sintetizándola a grandes rasgos, ¿qué encierra Coronación? La historia de una vieja, muy vieja señora, medio moribunda, la de su nieto, un abúlico, mezclada a la de varias sirvientes, viejas como ella, aunque no tanto, o jóvenes. Nada más.

Como si quisiera, justamente desafiar el concepto de "novelesco" unido al de acciones extraordinarias y personajes poco verosímiles, José Donoso plantea su relato de la manera siguiente:

"Rosario mantuvo la puerta de par en par, mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas".

Parece verdaderamente difícil que el drama penetre en una mansión junto con esos modestísimos objetos de necesidad culinaria, por la puerta de servicio, un día entre los días, sin la menor solemnidad.

¡Y sin embargo!

Cuando uno ha terminado la lectura, y vuelve atrás y relee ese pasaje meditando esa frase inicial, ¡cuán cargada resulta de simbolismo y qué siniestros parecen el repartidor del almacén, su común bicicleta y hasta los paquetes de menestras!

Pero ni siquiera es preciso esperar tanto. Si el arte de decir consiste en decir más de lo que se dice, sin usar palabras raras ni acudir a giros estrambóticos, debemos confesar que José Donoso ha recibido y posee ese don, escaso entre los escasos, pues, sin proponérselo aparentemente, sin dar la cara ni descubrir intenciones, sabe realzar de modo imperceptible los más ordinarios menesteres e infundir su alma a las cosas materiales.

Su novela comienza por la cocina y con la cocinera. No hay que sonreír de la escena ni burlarse del escenario. Tampoco es preciso considerarlos un refinado artificio o el obedecimiento a determinada escuela. La verdad es que empieza así, porque así debía empezar. Y no hay más razones.

Lo mismo la descripción de la casa y de la dueña de casa.

Señora rica, con hijos y con nietos, dotada de vasta parentela, viuda de un político y magistrado ilustre, cometió la heroína el error, cada día más frecuente, de vivir demasiado. Excedió cierto prudente límite y la organización entera de la familia sufría las consecuencias. Muertos unos, casados o ausentes otros, cada vez menos próximos y fieles los amigos, la venerable anciana, la respetable matrona, un tiempo celebrada por su belleza, su elegancia, su distinción, perdió, primero, su frescura, luego su madurez, por último la armazón de su inteligencia y hasta los restos de equilibrio mental, sin que pudiera llamársela rematadamente loca y recluirla, como mueble inútil. Todavía pensaba y, sueltos los muelles y los frenos de la educación, liberada de las conveniencias sociales y familiares, la señora se puso a hablar.

El caso no dejará de producir escalofrío a quienes ambicionan, como suprema bendición, una larga existencia.

La mujer, la señora de sociedad, la madre de un hogar opulento, fecundo, o no, constituye entre nosotros algo como un fetiche y ha sido un acierto de José Donoso el colocarla al centro de su obra, imagen representativa y eje superior en torno al cual gira el resto. Joaquín Edwards llama a eso el matriarcado chileno. Y tal vez, efectivamente, traiga su origen de milenarias supersticiones, de acatamientos ancestrales, tanto impera de alto abajo de todas las clases y se ha materializado religiosamente en el culto a la virgen, diosa que se levanta, incluso, por encima de Dios.

Frente a frente de la señora, un poco más abajo, figura Andrés, su nieto.

Si la abuela encarna la decrepitud de una clase anquilosada, el nieto significa su decadencia por el ocio, por la falta de necesidad de trabajar, por la frivolidad dentro de la cultura y aun del refinamiento, que todo eso se junta en Andrés, pero sin nervio, sin ilusiones, sin vocación ni fe. Le teme a la muerte, porque ama desesperadamente la vida. ¿Para qué? Para ir al club, para leer revistas, ara charlar con los amigos y preocuparse de naderías, como coleccionar bastones, no muchos, diez solamente, pero todos, piezas raras e inencontrables. No se ha casado, no ha tenido un amor entre sus amoríos, no se ha resuelto a entregarse con plenitud a nada, y, en el límite de la vejez, único pariente que visita a la abuela, concluye por confiar en ésta la razón de su vida, deseándosela a veces, otras clamando por su muerte, eterno vacilante y juguete sobre la ola.

Puro esqueleto, puro cementerio y muertos o ánimas en pena serían los personajes de Coronación si no existieran dos sirvientes antiguas, la sobrina de una de ellas, una muchacha, el amante de ésta, un muchacho, y el hermano y la mujer del hermano del muchacho.

Ahí está la vida: es el pueblo. También están la tragedia y la muerte.

Porque la obra de Donoso no es "literatura comprometida" o tendenciosa, ni un alegato por o contra, ni una colección de cuadros con vistas a determinada conclusión. Es una pintura, un retrato, una serie de escenas y una sucesión de diálogos entrelazados de los que pueden fluir y fluyen multitud de enseñanzas, a menudo terribles, que contienen caos espantosos, y también patéticos, sin que falten la comicidad y la poesía; pero todos contemplados desde una altura convincente, tal como los presenta la vida a los que saben mirarla, más allá de los dogmas, al margen de las creencias.

Las páginas más humanas y dolorosas del libro son, justamente, las dudas y las interrogaciones que asaltan a Andrés cuando analiza su propia existencia y, solo o en compañía de un amigo, se mira, se medita y se desprecia, maldiciendo la nada del destino y el absurdo de una conciencia que nos permite ver esa nada sin ponerle remedio.

Hay, sin duda, una filosofía o una falta de filosofía; lo mismo da. En el fondo de la obra hay una actitud ante los misterios del mundo, el alma, el más allá, la creación, el inexplicable cosmos de dónde venimos y adónde nos encaminamos. Ninguna novela digna de tal nombre podría carecer de esa médula, y Coronación desmiente el que en las obras de autores chilenos, como alguien ha dicho, se hallen ausentes todos los grandes problemas vitales y que su órbita gire aplastadoramente en la mediocridad intelectual.

Si. Pero ¿es eso lo esencial, artística y aun humanamente?

Para nosotros, poca cosa sería o casi nada sin el aditamento que señalábamos: la viveza de los detalles, la originalidad de las percepciones, lo nuevo de las imágenes y su naturalidad, su hondura, su gracia, su encanto, en suma, su poesía, tierna a veces, otras humorística, generalmente trágica, siempre palpitante y en tensión.

Esta tensión, por momentos, llega a fatigar. No se detiene, no se relaja, no conoce remansos ni caídas. Siempre la cuerda viva, el anhelo ansioso, la incógnita pendiente. Y eso dentro de la descripción más prolija y minuciosamente detallada de la realidad, los gestos, las palabras, las acciones y reacciones. José Donoso se interna en el espíritu de sus personajes y logra expresar con punzante acierto sus móviles íntimos, sigue el proceso de sus impulsos como si estuviera viéndolos y desciende hasta el matiz imperceptible con una certeza de vidente.

En esto difiere de los novelistas nacionales y sobrepasa a los más altos, increíblemente. Los autores chilenos, por instinto, tal vez, por prudencia, rehúyen el análisis interior, esquivan las escenas críticas, los momentos culminantes y escapan por el camino de la alusión, saltándose el peligro. Hay libros famosos compuestos de puras evasiones y en que lo esencial nunca está afrontado. Donoso procede al revés: se lanza de lleno, está siempre en la línea del máximo peligro, hace hablar y actuar ante nuestros ojos a su gente hasta convencernos e imponerlas.

Desde el padre y maestro Blest Gana, muchos podrían hombreársele o lo superan por la invención, la facundia, el estilo y varias cualidades, ninguno por ese don visionario, esa penetración psicológica intuitiva que Encina llama, en su lenguaje, la "sensibilidad cerebral". Viejos o jóvenes, hombres o mujeres, pertenezcan a la alta sociedad o al pueblo, cada uno de sus tipos vive, auténticamente, y habla a su manera propia un idioma reconocible, que hemos escuchado y reconocemos.

Esta condición, aun en la prosa seca de una Stendhal o un Constant, bastaría para animar una obra e imprimirle sello.

Añádase el hallazgo constante, habitual, de expresiones creadas, pintorescas, fáciles y raras, sin rastro de búsqueda, que saltan espontáneamente en el relato. Por ejemplo, el gesto de la criada, pág. 18: "sonriendo hasta que sus ojillos quedaron convertidos en dos puntitos de satisfacción detrás de los lentes, que resbalaban por su exigua naríz". O el cambio tan tenue, tan bien dicho, de la joven campesina cuando el patrón santiaguino, después de varias cortesías, le dice la cifra de su sueldo: "las facciones de la muchacha no se alteraron, pero en alguna parte de ese rostro hermético había ahora una sonrisa" (pág. 19). O bien esa primavera (pág. 20) que Andrés "recordaba como una de las más dadivosas. Parecía posible palpar la luz que caía sobre el césped en racimos verdes a través de los tilos y las acacias". ¿Y la cara blanca, sobrecogedora, de la nonagenaria asomada al balcón "que miraba la luz, que miraba el aire"? (pág. 29). O esta miniatura rústica, impensada, que condensa un idilio y lo vuelve sensible: "Oye, ¿tú lo querías al René, no es cierto?" -pregunta el cuñado a su cuñada, víctima de feroces palizas del marido.

"La Dora se puso de pie. Se dirigió al anafe para revolver la sopa. Después, en silencio, peló una cebolla. Iba tirando las cáscaras de las papas. Sólo cuando tapó la comida respondió:
-Claro.
"Los juegos de los chiquillos, afuera, cesaron. Salió un tropel bullicioso a la calle, el perro ladrando detrás, ladrando, ladrando, ladrando, hasta que el ruido y los ladridos se perdieron en la distancia. Entonces todo quedó en silencio.
-Claro -repitió la Dora, en voz más baja".

Véase el efecto cómico que, a la página siguiente, estalla entre los mismos dos personajes al desencadenarse la charla de Dora.

Seguiríamos citando otros pasajes si su acumulación no los desfigurara, al presentar el libro como un repertorio de hallazgos que, así expuestos, pierden su valor espontáneo. O sea, casi todo su valor.

Creada de un solo impulso, con sabia coherencia, Coronación forma un cuerpo en que la unidad va integrándose a través de la variedad, en alternación continua, que impide el cansancio y en que unas impresiones se refurzan con otras. El contrapunto muy fino impide el desglosamiento y hace difícil analizarla, porque un espectáculo exige el espectáculo anterior y conduce de manera necesaria al espectáculo siguiente, formando cadena viva que no se puede interrumpir.

Como técnica y lógica estética, conocemos pocos libros tan armoniosamente construidos, no sólo en nuestra literatura.

Para tomar un punto de vista chileno, el más alto, Hijo de Ladrón podría hacerle competencia; pero aunque más vasta y con capítulos extraordinarios por su corriente profunda y sostenida, la novela de Rojas no ofrece la misma composición magistral ni esos dos planos de clases sociales que vuelve fascinadora la obra de Donoso. Tampoco su "tensión" perpetua, sin resquicio ni abandono, esa plenitud que procede y se desarrolla como jugando, que saborea la vida y siente su amargura, que toca las cosas mínimas y no pierde de vista las mayores.

Le armarán querella por las groserías de lenguaje y las crudezas francas hasta la brutalidad. No es, evidentemente, libro para señoras. El bisturí penetra las carnes hasta dentro, seguido del termo-cauterio. ¿Observaremos que, pese a todo, nunca desciende de calidad ni se complace en la indecencia? Respetamos los estómagos delicados y el paladar sensible que rehúsan semejantes brevajes; pero como en cierto capítulo doméstico uno de los personajes pide "un trago para hombres", convendría advertir que esta lectura no es "recomendable para menores".

Aun, en el sentido moral, social, nacional, no es recomendable para nadie. La amargura, la acidez, el nihilismo, la desesperación la impregnan hasta los tuétanos. Ninguna fe en nada. Ni en el amor, ni en la belleza, ni en la familia, ni en la religión, ni en la filosofía, ni en la ciencia. La enorme vieja moribunda extiende por todo su esqueleto mortal y va, poco a poco, disecándolo, disolviéndolo y enloqueciéndolo. Ella sabe y ve, porque está loca, porque el mundo es una creación de locos y solamente la locura lo entiende. Los insultos, los feroces insultos que la nonagenaria demente lanza a su nieto, a su criada, a sus antiguas servidoras, a cuantos se le aproximan, acaban por convertirse en realidades, corrompen alrededor el aire y la pobre muchachita, llegada del campo inocente, roba y se entrega; el nieto abúlico, apegado a la terrible abuela, termina por enloquecer, y hasta esos pilares domésticos, esas divinidades ancilares, esas instituciones gigantescas, las criadas antiguas, terminan por emborracharse cuando, para celebrar la fiesta de su ama, desierta la casa de visitantes que no acudieron, la coronan, porque era reina y era santa, danzan en su presencia y se quedan dormidas, mientras la anciana, a quien le dieron unos traguitos para animarla, desfallece completamente y llega sin saberlo a la hora de su muerte.

¿Obra de muerte, montón de ceniza, apología o réquiem de un cadáver? Tal vez.

En realidad, si el hombre obedeciera a la lógica, al cerrar la última página de este libro debiera abrir la ventana de su piso vigésimo cuarto y "precipitarse en el vacío". Pero escrito está -y Donoso lo prueba con poderoso argumento- que somos irracionales, que la locura nos lleva, que no entendemos de palabras y, en vez de tomar esa resolución, viendo desde lo alto de una especie de torre, el espectáculo oceánico del río, y el bosque de los gigantes iluminados en la nieve, rojos e increíbles, con millares y millares de ojos de fuego, experimentamos un sentimiento completamente maravilloso y nos parece que vale la pena haber nacido y existir, no sólo para ver el desfile de las naves encendidas, entrando y saliendo, venidas desde todos los puntos de la tierra, sino también, ya saciados de tal contemplación, reabrir las páginas del volumen y volver a admirar su demostración de que nada vale nada, de que todo es miseria y aflicción de espíritu y que lo mejor sería morir para, definitivamente, descansar.


("El Mercurio", 19 de enero de 1958)